El estadio ético de Kierkegaard en las categorías lógicas de Hegel: posibilidad, realidad y necesidad actuales

María J. Binetti

Resumen: Durante décadas, la historia de la filosofía ha separado a Kierkegaard de Hegel y a Hegel de Kierkegaard, en detrimento tanto de la grandeza especulativa del pensamiento kierkegaardiano como de la vena existencial del sistema de Hegel. En oposición a esta desafortunada lectura, el presente artículo intenta mostrar la profunda convergencia que une internamente el estadio ético de Kierkegaard con las más importantes categorías lógicas de Hegel. Ambos pensadores conciben la idea como el poder real del devenir subjetivo y la existencia como la concreción actual de lo ideal. Para ambos, la pura enérgeia de la libertad, que comienza en la posibilidad abstracta y estética de la inmediatez subjetiva, se realiza a sí misma como la actual concreción de la finitud, capaz de asumir lo temporal y contingente por la fuerza eterna y necesaria del deber. La repetición kierkegaardiana no es nada sino el poder de lo ideal, capaz de mediar el flujo de las diferencias finitas en la eterna identidad del sujeto. Sin embargo, tanto para Kierkegaard como para Hegel existe una absoluta contradicción, llamada a promover la superación de lo ético.

Palabras clave: Kierkegaard; Hegel; Ética; Idea; Posibilidad; Subjetividad; Decisión; Deber

1. Introducción

Søren Kierkegaard ha interpretado la existencia singular a partir de una dialéctica ternaria representada por los tres etadios de la existencia: el estético, el ético y el religioso. Cada uno de estos tres estadios indica un ascenso en el devenir subjetivo, constatado en la creciente diferenciación y unificación del yo con el mundo, consigo mismo y, finalmente, con Dios. A lo largo de este ascenso, el estadio precedente es conservado en el posterior mediante una especie de transfiguración o transubstanciación, que lo supera sin destruirlo. Dicho con mayor precisión, cada uno de los estadios manifiesta la verdad contenida implícitamente en el estadio precedente, mediante un retorno circular al origen, donde el punto de partida presupone la totalidad del desarrollo y donde el punto de llegada confirma lo eternamente afirmado.

En este contexto, el estadio ético se presenta como el intermediario entre el estético y el religioso. Su posición intermedia es definida por los primeros Papirer como ‘lo dialéctico’ (Pap. I A 239)[1] entre la quieta inmediatez de lo estético y la unidad reconciliadora de lo religioso. Ciertamente, los márgenes y las características de este esquema triádico suelen resultar ambiguos y hasta equívocos. En efecto, Kierkegaard habla a veces de cuatro estadios, otras simplemente de dos; por momentos opone lo ético a lo religioso, por otros los unfica en un único estadio ético-religioso. En función de tal ambigüedad deberíamos hablar no de uno sino de varios sentidos de lo ético. No obstante creemos que, si conservamos la estructura ternaria a partir de la cual Kierkegaard interpretó la existencia singular y asumimos la posición mediadora de lo ético, podemos desentrañar el núcleo especulativo que define a tal estadio y lo ubica en el centro del esquema como instancia propiamente dialéctica del devenir subjetivo.

También la filosofía de G. W. F Hegel describe un ascenso espiritual, desplegado dialécticamente a través de la diferenciación y reunificación de un sujeto absoluto. A semejanza de Kierkegaard, el pensamiento hegeliano se funda en un proceso real de interiorización, que avanza por la reflexión del espíritu y concluye en la afirmación del sí mismo mediado por la alteridad absoluta. En ambos casos, el sujeto autoconsciente debe atravesar su propia negación interna y el desgarramiento de su interioridad, a fin de alcanzar la identidad que lo constituye esencialmente.

Los párrafos que siguen tienen por objeto mostrar algunas coincidencias especulativas en las cuales convergen el pensamiento existencial de Kierkegaard y el panlogismo hegeliano. Nos limitaremos en este caso al estadio ético de Kierkegaard, intentando detectar en él algunas categorías compartidas con el sistemático alemán. De este modo, nos proponemos demostrar que ‘Hegel fue una de las más importantes fuentes de inspiración de Kierkegaard para el desarrollo de la teoría de los estadios’[2], porque, a la postre, ha sido una de las más importantes fuentes de inspiración tanto de su espiritualismo dialéctico como de su síntesis existencial.

2. Idealidad y posibilidad reales: el devenir intrínseco del yo

La segunda parte de O lo uno o lo otro constituye sin duda el texto ejemplar para el estudio del estadio ético kierkegaardiano. En líneas generales, la subjetividad ética se define allí como la afirmación absoluta del yo por el yo mismo, vale decir, por la acción de su libertad. Mientras que el esteta mantiene su subjetividad en la abstracción de una idealidad y posibilidad meramente formales, el ético afirma su idea y su posibilidad como la realidad efectiva de un sí mismo eterno y temporal a la vez, finito e infinito. De este modo, él deviene un sujeto concreto, cuyo transcurrir temporal se hace historia y cuya exterioridad fáctica se convierte en su propia intimidad.

Desde el punto de vista metafísico, el devenir de la idea meramente formal o abstracta a la idealidad real o efectiva indica una intensificación o potenciación de lo posible, a través de la cual se manifiesta la plena actualidad del espíritu. Ya desde su tesis doctoral, Kierkegaard planteaba que la idea es en sí misma concreta y que por lo tanto necesita devenir continuamente lo que es en sí, de donde se sigue que el ‘movimiento en sentido eminente es el movimiento del ideal’ (Pap. X3 A 524). En oposición al ser abstracto de la inmediatez y al devenir arbitrario del esteta, el verdadero devenir ideal se revela en la concreción esencial del yo.

La concreción intrínseca de la idea constituye su actualidad latente, y ésta exige de manera necesaria manifestarse en lo finito y temporal como la fuerza inteligible del yo, como la poderosa inteligibilidad de los hechos. Porque la idea es concreta, su posibilidad es en sí misma un infinitum actu, una enérgeia capaz de desplegar todo el contenido concreto de la realidad subjetiva. A esto se refiere El concepto de la angustia cuando afirma que ‘la posibilidad es poder’ (SV2 IV 354),[3] no mera pasividad ni privación sino, por el contrario, la fuerza intensiva y el nisus formativus de lo real. Por ‘la potencia de la idea (Pap. XI1 A 337), la subjetividad alcanza la existencia como desarrollo libre y consciente de lo ideal, y lo ideal existe como concreción realizada. Esta síntesis de idealidad y efectividad le permite asegurar a Kierkegaard que, en el dominio de lo ético, ‘el ideal verdadero es real’ (SV2 II 227), porque él ejerce su poder sobre lo finito a fin de manifestarse allí como su fundamento esencial.

La acción humana es entonces la acción de lo ideal, en la cual el eterno poder del espíritu se revela a sí mismo a través de la particularidad temporal y contingente contenida en él como su propia identidad. Lo que el esteta alcanza como una infinitud abstracta y formalmente posible, plena de fantasías pero impotente, el ético lo afirma como poder de realidad, pleno de contenido. De aquí que, para Kierkegaard, ‘cuanto más significativa sea una individualidad, más ligera hallará la realidad, más pesada, la posibilidad. Esta es la expresión para una consideración ética’ (Pap. IV A 35). El enorme peso de lo posible obedece a su potencia real, por la cual el espíritu sostiene el universo entero. Mucho más liviana es, en comparación, la posibilidad estética, porque ella no soporta el peso de lo efectivo.

La manifestación efectiva de lo ideal constituye la tarea ética, cuya necesidad no se impone al yo de manera extrínseca sino que lo urge interiormente, como devenir para sí de lo que ya es en sí. La determinación central de lo ético reside en esta conversión de lo ideal a lo real, que es igualmente la conversión de lo real a lo ideal. Y de aquí la kierkegaadiana respuesta: ‘¿qué es entonces la realidad? Es la idealidad’ (SV2 VII 313). Pero para que lo ideal y lo real confluyan en lo uno y lo mismo, la subjetividad debe lograr esa potenciación en sí, esa propia intensificación capaz de desplegar la intimidad de los hechos, así como de desplegarse en la exterioridad de lo fáctico.

El devenir de lo ideal a lo real, de lo posible al poder describe de este modo un dinamismo inmanente y circular, donde lo afirmado se presupone en su propia posición y donde la posición retoma al fundamento originario y eterno del yo. Sobre este dinamismo inmanente y circular descansa por entero la subjetividad ética, que tiene en sí su propia teleología, vale decir, la ley de un movimiento orientado hacia lo interior como retorno a un fundamento que ella misma afirma. Lo ético es entonces la afirmación del yo por el yo mismo, y el yo es así lo absoluto, como resultado de un proceso que vuelve sobre sí mismo. Porque todo ‘progreso hacia el ideal es un regreso’ (Pap. X3 A 509), la subjetividad ética retorna al origen.

En el caso de Hegel, la idea se presenta también como ‘lo absolutamente activo y a la vez actual’ (EL §142),[4] de lo cual depende la constitución íntima del sujeto. Precisamente porque la idea es en-sí potentia, infinitum actu, ella contiene el momento de su propia efectuación como el necesario retorno de lo posible a la unidad intrínseca de lo absoluto. La posibilidad de lo ideal—que en el plano meramente formal representa una abstracción tautológica y vacía—se afirma realmente como potencia en la real efectividad (Wirklichkeit), a través de la cual ella se media consigo misma.

Desde el punto de vista lógico, Hegel expresa esta reintegración de la idea a su propio poder con la categoría de la esencia en tanto que identidad autorreflejada por la efectiva manifestación o exteriorización de sí misma. Lo que él llama efectividad o realidad no es sino el proceso revelador de un solo y mismo acto ideal, que se presupone a sí mismo, se media en lo otro y reconcilia finalmente en su unidad originaria la esencia y la existencia, la reflexión y la inmediatez, lo interior y lo exterior. Lo real constituye para Hegel esta efectuación o actualización, operada por una enérgeia esencial que se despliega en el ser puesto. El núcleo generador de este proceso esencial reside en la noción de poder, determinante de la sustancia como última unidad de esencia y ser. La sustancia es la esencia afirmada como potencia absoluta y creadora, que se refleja en sí para retornar desde su propia posición.

Lo que en términos lógicos se define como el retorno de la esencia sobre sí, se expresa en la filosofía hegeliana del espíritu como el devenir de la libertad que busca su propio reconocimiento y se tiene a sí misma por sujeto y objeto, forma y contenido de su acción. Cuando la conciencia alcanza la auténtica libertad, entonces “ella misma es esta idea actual en sí” (PR § 22).[5] La subjetividad libre, afirmada en la actualidad infinita de la idea, descubre entonces su sustancia, vale decir, esa potencia absoluta que es causa y fundamento de su inteligibilidad inmanente.

Mientras que la individualidad inmediata—estética—se determina por un contenido arbitrario y extrínseco, la subjetividad concreta—ética—se determina por ‘la actividad de desarrollar la idea y de poner el contenido como existencia, que en tanto existencia de la idea es realidad’ (EL § 482). La existencia concreta contiene así la idea como su propio devenir realizador y, en ella, la voluntad arbitraria se subordina a un dinamismo superador. El desarrollo de la idea, que es en verdad el desarrollo de la existencia misma, traza la circularidad perfecta de un camino que avanza retornando sobre sí.

Tanto para Hegel como Kierkegaard, de lo posible a lo real hay un proceso de internalización reflexiva, a través del cual lo ideal difunde su poder a lo existente y lo existente manifiesta la actualidad absoluta que lo sostiene. Este devenir intrínseco del yo es en ambos casos la obra de una libertad que se busca a sí misma. La subjetividad ética garantiza la concreción de lo que la idea es en sí y garantiza en la idea su propia realidad. Ahora bien, dado que se trata de un proceso libre, su fuerza de realidad residirá en la decisión.

3. La decisión como afirmación de la identidad

Cuando los Estadios en el camino de la vida afirman que ‘toda la idealidad del hombre reside en primer y último lugar en la decisión’ (SV2 VI 119), ellos no expresan otra cosa sino el poder inteligible de la libertad, revelado en la acción concreta del yo. La decisión concentra o intensifica al infinito la propia energía espiritual, de manera tal que la idea exista allí como efectividad real de la finitud, y lo finito exista en lo ideal como interioridad realizada. La decisión constituye entonces la categoría primordial del estadio ético, en cuanto ella determina lo ideal como real y afirma lo posible como poder efectivo. En este sentido, la decisión ética no debe confundirse con las elecciones arbitrarias del esteta, determinadas por un objeto finito y temporal. Todo lo contrario, el objeto de esta decisión es el propio sujeto, que vuelve reflexivamente sobre sí para afirmarse en su validez eterna e infinita por la mediación de lo finito y temporal.

La subjetividad ética tiene una sola y única posibilidad: el sí mismo, exteriorizado en su situación concreta y allí mismo interiorizado. Ella se elige tal cual es y tal como son las condiciones de su existencia. Su libertad no oscila entre alternativas abstractas sino que se concentra por entero en la asunción reflexiva de su ser y de sus circunstancias como única posibilidad de reconciliación. Por la decisión—aclara Kierkegaard—‘el espíritu se unifica como espíritu y posee entonces las fuerzas puras del espíritu. Esto parece más liviano en la posibilidad, pero realmente deviene más liviano en la realidad, porque el espíritu está entonces en unidad esencial consigo mismo’ (Pap. X1 A 417). La unidad interna del sujeto coincide con la totalidad de lo existente, de manera tal que su poder convierte el enorme peso de la abstracción estética en la ligera igualdad de un yo reconciliado.

Tampoco debe confundirse la decisión ética con la elección entre el bien y el mal, es decir, con un aut-aut excluyente de dos términos objetivos y abstractos. Por el contrario, la decisión presupone la diferencia entre el bien y el mal, afirmada por ella misma. La identidad del yo contiene y supera la oposición, de manera tal que la libertad es la fuerza de la contradicción por lo mismo que es la fuerza de la unidad, mediante una suerte de superación dialéctica donde el yo conserva y anula la diferencia. No se trata entonces de que la subjetividad elija entre el bien y el mal, sino que alcance el fundamento de su contraposición.

La elección del sí mismo es para Kierkegaard una ‘elección absoluta’ o bien una ‘elección primordial’ (SV2 II 236), porque ella relaciona reflexivamente al yo con su propia esencia, lo sumerge en su identidad originaria y allí él se posee como realidad eternamente presupuesta y efectivamente puesta por sí misma; eternamente producida y a la vez productora de sí misma. El hecho de que el yo constituya ‘una relación que se relaciona consigo misma’ (SV2 XI 143) indica el carácter absoluto y constitutivo de la relación, cuya identidad sustancial emerge de su propia mediación como causa y efecto de sí misma.

Cuando el espíritu se afirma en su unidad esencial, entonces todas sus posibilidades devienen un único poder y todas sus representaciones convergen en la única idealidad real, de manera tal que él deba decir: ‘no puedo hacerlo de otro modo; yo lo hago por la idea, por el sentido, pues yo no vivo sin la idea’ (SV2 VI 267). Efectivamente—y en el sentido más estricto de la palabra—la idea determina el único modo posible de existencia, fuera del cual el espíritu no puede nada y en el cual su poder es necesario, porque se puede a sí mismo.

En este sentido, la decisión es necesaria y Kierkegaard exhorta: ‘tú debes elegir lo único necesario, pero de tal modo que no se trate de una elección […] precisamente que no haya ninguna elección, expresa con que inmensa pasión o intensidad se elige’ (Pap. X2 A 428). La inmensa pasión con la que se elige es el enorme poder que se elige a sí mismo. Y de este modo se realiza, por su propia necesidad, la auténtica libertad, que convierte al sujeto en el propio objeto elegido de manera incondicional. La superación de la libertad formal y abstracta coincide así con el reconocimiento del yo como única alternativa.

La elección de sí es necesaria tanto por la identidad de su objeto como por la intensidad infinita de su poder. Ahora bien, dado que en el yo elegido confluyen múltiples realidades inmediatas, contingentes o accidentales, éstas deberán sintetizarse con aquella necesidad. Sería una flagrante torpeza especulativa entender aquí la síntesis como la suma de dos cosas opuestas, necesidad por una parte y contingencia por la otra, de cuya añadidura resultaría un tercer término mixto, la realidad del yo. Por el contrario, la síntesis indica una profundización reflexiva de la identidad espiritual, en la cual queda asumida y superada la contingencia de la inmediatez por la necesidad de su fundamento subjetivo.

Quien se elige a sí mismo se afirma absolutamente en la concreción múltiple, determinada y continua que constituye su propia realidad personal. Porque la conciencia ética asume libremente sus circunstancias exteriores y el azar de su fortuna, para ella no hay destino o, mejor dicho, para ella ‘lo que tú quieres ser, es el destino’ (SV2 II 18), a lo cual podría añadirse que el destino es el propio querer, en el cual el yo reconoce la verdad inmanente de los hechos. Asumir el destino en el propio devenir espiritual no significa aceptar la necesidad extrínseca del fatum para evitar ser arrastrado por él, sino más bien reconocerse y reconocerlo en su libertad intrínseca.

La contingencia es tan necesaria como la necesidad, porque ella constituye la manifestación extrínseca de la identidad esencial. En términos kierkegaardianos, lo contigente es ‘la categoría límite que forma propiamente la transición de la esfera de la idea a la de la realidad’ (SV2 I 245). Al modo de una auténtica mediación, en lo accidental se expresa la idea como fuerza efectiva, y bajo su poder lo accidental se constituye como efecto. El movimiento de la decisión reconoce entonces la interioridad infinita de la finitud, el fundamento esencial del acontecer, y permanece así en una continua identificación con su exterioridad.

En este sentido, la realidad ética del yo constituye para Kierkegaard un auténtico ‘inter-esse’ (SV2 VII 302) en el cual se reflejan de manera absoluta la idealidad y la existencia fáctica, lo finito y la infinitud, el tiempo y lo eterno, en virtud de esa ‘relación esencial que ha devenido idéntica consigo misma’ (EL §142). Precisamente en estos términos describe Hegel el retorno del sujeto sobre sí mismo, retorno que es manifestación externa e interiorización del sí mismo. Desde el punto de vista hegeliano, la relación esencial es una relación absoluta, esto es, la relación de lo absoluto consigo mismo, en la cual se resuelve la realidad efectiva como unidad última y sustancial de esencia y ser, infinitud y finitud, interioridad y exterioridad. Tal relación expresa la identidad sustancial del sujeto por la revelación o efectuación reales de su energía ideal.

El retorno de la relación a su identidad expresa el despliegue de la idea dentro de sí misma, la reflexión o mediación del sujeto que, por afirmar en ella su propio poder, procede de manera necesaria. La necesidad—asegura Hegel en este sentido—‘es la esencia una e idéntica consigo misma; pero es la esencia que tiene un contenido concreto y que aparece en el interior de sí misma’ (EL § 149). Dicho brevemente, la necesidad es obra de la identidad, y ella se revela tanto en la potencia sustancial de lo absoluto como en su efectuación ad extra, por un único y mismo movimiento que procede de sí mismo y retorna sobre sí.

La identidad es entonces la única alternativa real del sujeto y precisamente por eso su necesidad es liberadora. En la necesidad se realiza la auténtica libertad de un destino interiorizado y transparente a sí mismo. Que ‘la verdad de la necesidad sea la libertad’ (EL § 158) significa que la identidad penetrada y reconocida determina al yo como posición de sí. La libertad constituye el poner por sí mismo la identidad del sujeto y del objeto, de lo interior y lo exterior como único poder efectivo.

Ahora bien, dado que el yo asume en su devenir todo el contenido accidental y contingente que mediatiza su esencialidad, la contingencia determina la manifestación inmediata de lo esencial, presupuesta por la propia necesidad y tan necesaria como ésta. La existencia inmediata de lo esencial abarca las múltiples condiciones externas, circunstancias, determinaciones, etc., que deberán asumirse como momentos de un mismo proceso comprensivo. Respecto de ellos, la necesidad es la instancia en la cual la contingencia del acontecer descubre su forma verdadera, el poder absoluto que la mueve, el fundamento de su actualización.

En este sentido, lo real es para Hegel ‘la unidad de la necesidad y la accidentalidad’ (W VI 213),[6] no como suma extrínseca dos cosas sino como dinamismo de interiorización subjetiva, que invierte la inexorabilidad externa de los hechos en la evolución del sí mismo. Por este dinamismo, el destino pierde su compulsión extrínseca para integrase a la libertad de un sujeto recobrado en su identidad esencial. Por él también, la necesidad abandona su rigidez estática a fin de convertir el transcurso temporal en una misma historia liberadora de lo absoluto.

Si repetir es confirmar la igualdad presupuesta en el origen del devenir, el proceso por el cual el yo recobra su identidad esencial constituye la auténtica repetición de la que tanto ha hablado Kierkegaard. En la repetición, una sola misma libertad se afirma como sujeto y objeto, acto y contenido, principio y fin de su reflexión interior. Luego de que la conciencia inmediata del esteta falló en su intento de constituir la subjetividad, la repetición eleva lo ideal a ‘la segunda potencia de su conciencia’ (SV2 III 291), para ver surgir al espíritu de su propia mediación.

4. La necesidad intrínseca del deber

Porque la decisión no es para la subjetividad ética una opción arbitraria sino una necesidad libre, ella asume la forma del deber como potencia absoluta e incondicional de todo contenido finito. El deber designa para Kierkegaard ‘una relación interior; pues lo que me compete no como individuo accidental sino según mi esencia verdadera está por cierto en la relación más íntima conmigo’ (SV2 II 275). En cuanto relación, él constituye la identidad esencial del sujeto, por la restitución de la individualidad accidental a su fundamento. De allí tanto su valor absoluto e incondicional como la eternidad que caracteriza a lo ético.

El deber es la conciencia de una infinitud ideal que quiere ser en lo finito y, dado que todo hombre la posee, él es entonces ‘lo humano general’ (Pap. IX A 213), asignado a cada uno como tarea propia. La generalidad o universalidad del deber se dice en dos sentidos. El primero, en cuanto su exigencia se extiende a todos los individuos y determina su igualdad esencial, consigo mismo y con los otros. El segundo sentido, en cuanto su contenido prescribe las acciones comunes que constituyen el orden social. En cualquiera de los dos casos, quizás sea el seudónimo kierkegaardiano Johannes de Silentio quien mejor haya descrito la universalidad ética.

La exigencia suprema del deber reside en la identidad sustancial del sujeto, que emerge de su necesidad interior. El imperativo kierkegaardiano consiste entonces en la elección de sí mismo, a fin de devenir uno con el fundamento eterno del yo. Y ya que este poder corresponde a todos por igual, Kierkegaard asegura que ‘lo humano reside en que a todo hombre le es concedido poder ser espíritu’ (Pap. IX A 76). Si lo puedes, debes y, viceversa, si debes serlo es porque tienes el poder de alcanzarlo. Hay en esta afirmación una conversión de lo posible al deber, en la cual se manifiesta la íntima potenciación del espíritu.

La apropiación incondicional de esta esencia una y eterna del yo convierte al devenir temporal en un continuum. Frente a la fragmentación inmediata de los fenómenos, el ético descubre en sí mismo ‘una constancia intrínseca cuya fuerza es idéntica a la ley del movimiento’ (SV2 II 108). De aquí que, mientras el esteta se derrama sobre la accidentalidad de los sucesos y pierde allí su unidad interior, la subjetividad ética se afirme en el orden divino de los hechos, en su fundamento inconmovible que es, en el fondo, el origen mismo del acontecer. A partir de él, la apariencia insustancial del mundo queda remitida a su propia interioridad absoluta.

En cuanto a su contenido—y precisamente porque la identidad subjetiva no quiere ser abstracta sino concreta–, lo debido se extiende a todas las esferas de la vida, para asumir incondicionalmente aquellas tareas y actividades que empeñan en general la existencia humana. El matrimonio, el trabajo, la amistad, la vocación, las ocupaciones diarias, etc. son objeto de esta transformación debida, por la cual ellos reciben la firmeza inamovible de un yo que se realiza y las realiza a través suyo. Por eso, de la subjetividad estética a la ética no hay una destrucción de lo anterior sino un retorno circular—una repetición transfiguradora—que descubre en lo mismo el dinamismo superador de lo eterno. Al dinamismo eterno del yo se sujetan así todas sus acciones particulares, y él logra ser de este modo la unidad absoluta de lo general y lo singular.

Dado que estas actividades son comunes a todos los hombres y constituyen el orden social, el estadio ético de Kierkegaard suele asimilarse a un correcto desempeño cívico y, a partir de allí, se lo asociar con la Sittlichkeit hegeliana. En efecto, la subjetividad ética debe realizar en el mundo el orden objetivo y universal del espíritu, a semejanza de lo expresado por Hegel en la Filosofía de Derecho. No obstante, tanto para Kierkegaard como para Hegel, la realización de este orden es manifestación y no fundamento de su eticidad. Ambos entienden que lo ético se sostiene en la universalidad de la esencia humana, superadora del arbitrio individual por el devenir reflexivo de la propia subjetividad.

Desde el punto de vista kierkegaardiano, el hombre no es sólo ni principalmente la arbitrariedad de su inmediatez contingente, sino la necesidad de una esencia común, por la cual él es ‘a la vez él mismo y toda la especie, de manera que toda la especie participa del individuo y el individuo participa de toda la especie’ (SV2 VII 332). La participación de una misma naturaleza espiritual justifica el orden objetivo y universal de lo ético, porque en ella reconoce el individuo su sustancia inamovible, llamada tanto a unificar las particularidades contingentes de su existencia como a instaurar la legalidad universal del todo social.

De un modo análogo, Hegel concibe el pasaje de la conciencia arbitraria a la conciencia del deber como la elevación del espíritu a su contenido verdadero, esto es, a su fundamento universal y necesario, que no es extrínseco sino inmanente a la subjetividad misma. Lo ético constituye la síntesis o identidad concreta de la individualidad particular con su sustancialidad esencial, identidad en la cual se supera sin destruirse la contingencia subjetiva. En virtud de esta naturaleza universal, que no es una representación abstracta sino la sustancia misma de lo singular, lo ético deviene real. Mediante la ley, el individuo eleva su existencia inmediata al absoluto poder de una acción que es a la vez singular y general.

El deber es, para Hegel, la propia acción subjetiva, por cuyo querer y conocer se afirma la sustancia racional del orden ético como fundamento de lo individual, a la vez que el individuo se comprende en ella de manera esencial y descubre allí su subsistencia. De aquí que la raíz de lo ético no resida en la determinación extrínseca de la ley sino en ‘la pura autodeterminación incondicionada de la voluntad’ (PR §135), vale decir, en la libertad subjetiva. Precisamente porque la libertad es la necesidad de sí misma, la autodeterminación del espíritu subjetivo coincide con lo debido y deberá manifestarse en la realidad objetiva de lo ético.

La Lógica coincide en que el deber expresa el intento de lo finito por superarse, por ir más allá de sí mismo y recuperar su idealidad esencial. En este sentido, lo debido contiene el límite y la superación del límite, y se determina así como una relación entre finitud e infinitud, que es escisión e intento de unidad; exteriorización y reflexión en sí. Ahora bien, precisamente porque el poder libre se asume como deber, él conserva siempre cierta escisión entre lo esencial y lo finito que impide la unificación plena del yo. Dicho de otro modo, en el deber, el poder subjetivo descubre una diferencia intrínseca que hace de su posibilidad una imposibilidad y de lo finito una muerte segura. Si ‘lo que tiene que ser es y al mismo no es’ (WL 143), entonces las fuerzas de lo posible se anulan en su propia contradicción y de ello resulta que ‘tú no puedes, precisamente porque tú debes’ (WL 144-145). El deber no logra la reconciliación de la subjetividad y su fracaso se manifiesta—según Hegel—en la mala infinitud de un proceso interminable.

La sólida igualdad con la cual lo ético pareció imponerse manifiesta ahora su negatividad intrínseca y reclama un dinamismo superador. En el caso de Hegel, el derrumbe de la afirmación subjetiva anticipa el devenir del concepto y la superación de la objetividad ética en la subjetividad religiosa y especulativa. En el caso de Kierkegaard, el colapso del estadio ético confirma su posición dialéctica, expectante de una nueva reconciliación.

5. La culpa como negación de la identidad

Si O lo uno o lo otro comienza afirmando la decisión como poder idéntico del yo, él concluye con la afirmación edificante de que ‘delante de Dios siempre estamos equivocados’ (SV2 II 366), de manera tal que ‘la expresión más alta que la concepción ética de la vida posee es arrepentirse y yo debo siempre arrepentirme—pero esta es precisamente la autocontradicción de la ética’ (Pap. IV A 112). Elegirse absolutamente es entonces elegirse como culpable, y en la culpa se niega la subjetividad inmanente como una autocontradicción imposible. La posición del yo por el yo mismo revela en el arrepentimiento su impotencia y la unidad conseguida recae en la escisión.

Desde el punto de vista metafísico, la realidad del arrepentimiento desenmascara la negatividad constitutiva de la subjetividad o bien su pertenencia esencial al mal y a la nada. Ciertamente, el yo posee en sí un poder absoluto y una realidad infinita que debe actuar, pero junto con ellos posee el no ser y la impotencia. No se trata aquí de otra cosa sino de la constitución dialéctica del yo, según la cual ‘en la misma medida en que él tiene lo positivo, tiene también lo negativo. Este origen dialéctico de la libertad, la libertad nunca lo olvida’ (Pap. V A 90). Por dialéctica entendemos aquí una fuerza dinámica cuya afirmación es eo ipso negación y cuya negación remite a una unidad superadora de la diferencia, de manera tal que, si la libertad tiene un origen dialéctico, ella tiene ante todo un origen al cual debe retornar. No obstante, el problema reside en que pueda retornar allí por sus propias fuerzas, toda vez que éstas se anulan en su propia contradicción.

El principio de la dialéctica estructura por completo la subjetividad kierkegaardiana y manifiesta su operatividad en todas y cada una de las esferas de su desarrollo. Tanto para el esteta como para el ético o el religioso, vale que en cualquiera de los casos ‘el espíritu no puede afirmarse nunca de manera directa, debe haber siempre antes una negación; y cuanto más espíritu, más se debe cuidar con exactitud que la negación sea la negación del opuesto preciso’ (Pap. XI1 A 152). Cada grado de potenciación espiritual profundiza la caída y la fuerza de la contradicción. Destino, culpa, desesperación, resignación y pecado son otros tantos nombres para esta negatividad que corroe el devenir subjetivo, a la vez que lo impulsa hacia delante.

En el estadio ético, la negatividad dialéctica se manifiesta como la culpa y el arrepentimiento, que invierten la afirmación inmanente del yo en su impotencia. Dicho en palabras de Kierkegaard: ‘la fuerza que le es dada a un hombre (en la posibilidad) es totalmente dialéctica, y la única verdadera expresión para la comprensión de sí mismo como posibilidad es que él precisamente tiene el poder para aniquilarse a sí mismo, porque él, aun si es más fuerte que todo el universo, sin embargo no es más fuerte que sí mismo’ (Pap. V A 16). Por ser posible y dialéctico, el infinito poder de la libertad es una imposibilidad, que aniquila lo debido en la contradicción que lo embarga. Esto significa además que la síntesis positiva de finito e infinito, tiempo y eternidad, ser y deber, relatividad y absoluto no depende simplemente del yo sino de su Otro.

Que la dialéctica sea el motor del pensamiento hegeliano, huelga decirlo. Que toda afirmación sea para él negación y que la negación esté llamada a recuperar la identidad del origen, es cosa ciertamente sabida. Mucho más interesante resulta en este punto la descripción hegeliana del concepto de culpa como disolución de la eticidad. Hegel reconoce en la subjetividad ética un auténtico charakter, cuyo pathos singular asume la universalidad sustancial y se halla de este modo en equilibrio con la totalidad de lo existente. Sin embargo, su unidad permanece en la inmediatez de un en-sí que no ha logrado el para-sí de la reflexión total, y conserva de este modo la escisión que pretende superar.

Porque su posibilidad es un imposible, cuando la conciencia ética actúa afirma ipso facto la dualidad entre la ley divina y humana, y en esta separación ella perece, tal como perece la conciencia ética de Abraham frente a la exigencia del sacrificio. Inexorablemente ‘la autoconciencia se convierte por la acción en culpa. Pues la culpa es su obrar, y el obrar su esencia más propia’ (PG 346).[7] La libertad manifiesta en la culpa su potencia negadora y la fuerza de la idea anula lo singular al enfrentarlo con un Otro extraño, con una ley divina que refuta lo humano. El incesante perecer de la decisión, que expresa por una parte su negación en-sí, afirma sin embargo por la otra un dinamismo superador.

En última instancia, el fracaso de la conciencia ética reside en el intento inmanente del yo por el yo mismo, que busca la unidad inmediata con lo absoluto sin la mediación de un tercero, esto es, sin un término de unidad que contenga la identidad en su diferencia. Si para Hegel lo real es siempre un silogismo y para Kierkegaard la división de la unidad produce siempre tres, en ambos casos la identidad del yo=yo no resiste la prueba de un Tercero que ignora toda contradicción. El círculo perfecto del yo no se cierra entonces en él mismo sino en el Otro.

El estadio ético ha intentado afirmar la autorrelación del yo junto en la síntesis de finitud e infinitud, tiempo y eternidad que él contiene. Sin embargo, él ha olvidado que ‘la relación que se relaciona a sí misma ha sido puesta por Otro, entonces la relación es ciertamente lo tercero, pero esta relación, que es lo tercero, es también una relación que se relaciona a lo que ha puesto la relación entera’ (SV2 XI 144). La dependencia de un tercero equivale, en términos metafísicos, a la negación completa del yo y a la aniquilación de todos sus esfuerzos. Esto no significa que la subjetividad no pueda nada sino que nada puede por sí misma, y en este reconocimiento ella colapsa.

La conciencia ética está perdida. Haga lo que haga se arrepentirá y será siempre culpable. Haga lo que haga, la reconciliación es para ella imposible. Su infinito poder se anula en su propia contradicción y su concreción recae en una nueva abstracción. Sin embargo, todo lo perdido retornará transfigurado, porque el poder de la idea es más fuerte que el yo.

6. Conclusiones

Durante décadas, la historia de la filosofía ha separado a Kierkegaard de Hegel y a Hegel de Kierkegaard. La grandeza especulativa del pensamiento kierkegaardiano junto con la vena existencial del sistema de Hegel ha sido de este modo barrida por el hito historiográfico de su enemistad especulativa.

Por una parte, Kierkegaard fue interpretado como el filósofo de una libertad formalmente posible y abstracta, pasando por alto el poder necesario que mueve—según él—a la acción libre. Se lo ha tachado de irracionalista, ignorando por completo el lugar central que ocupa en su pensamiento la idea, fuente suprema de toda inteligibilidad y sentido. Su elección ha sido confundida con un decisionismo arbitrario y ajeno a todo deber, y su individuo con una mónada carente de la esencia universal y del compromiso social que Kierkegaard le atribuye. En último lugar, o lo uno o lo otro ha representado el paradigma opuesto a la mediación hegeliana, cuando es precisamente la fuerza mediadora de la libertad la que presupone, afirma y supera toda oposición.

Por la otra parte, Hegel se presentó como el filósofo de la rígida racionalidad abstracta, ignorando el hecho de que fue él quien primero demolió las rígidas abstracciones del entendimiento finito, a fin de salvaguardar una instancia racional que supere toda oposición e invierta los contrarios. Se entendió que su pensamiento terminaba con la contingencia de lo real, cuando la necesidad de la idea no es sino en la accidentalidad de los hechos. La pretendida abstracción del concepto sólo existe en la libertad de la conciencia individual y el tan aclamado orden objetivo de lo social sólo se sostiene desde la universalidad sustancial del individuo, llamada también a superarse en la forma religiosa del espíritu. Si el sistema de Hegel está cerrado, únicamente lo está en el mismo instante en el cual vuelve a surgir su diferencia.

A estos lamentables equívocos, que denotan una gran confusión lógica y existencial, buscaron responder estas breves líneas. En efecto, hemos intentado mostrar de qué modo la lógica interna del pensamiento kierkegaardiano se acerca al dinamismo dialéctico fundamental de la filosofía de Hegel. Ambos coinciden en comprender la idea como el poder real del devenir subjetivo y la existencia como la concreción actual de lo ideal. La pura enérgeia de la libertad, que comienza como una abstracta y estética posibilidad, se realiza a sí misma como la actual concreción de la finitud, en la cual el tiempo y la contingencia son asumidos por la eterna y necesaria fuerza del deber. La repetición kierkegaardiana no es nada sino esta fuerza ideal, que mediatiza el flujo de las diferencias finitas en la identidad eterna del sujeto.

Sin embargo, si bien lo ético constituye la forma objetiva de lo absoluto en la cual el sujeto ha asumido el mundo y lo divino, ello no determina el reconocimiento más propio de lo Absoluto. Y de aquí que la subjetividad ética caiga en la contradicción de Dios. La tarea del estadio religioso consiste en la última y definitiva mediación, capaz de unir al individuo con Dios y con el prójimo mediante el silogismo perfecto del amor. Cuando la absoluta diferencia aparece, solo el amor la supera en un Tercero, capaz de sostener el círculo de la unidad.

María J. Binetti
Conicet (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas)
Argentina
Hong Kierkegaard Library
St. Olaf College
USA

Bibliografía

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